Debía encontrarme con aquél hombre donde habíamos quedado de vernos, vía correo electrónico, dos días antes. En situaciones como está lo más importante es saber lo menos posible de la persona con quien se cierra el trato. Las especificaciones eran claras, precisas: él llevaría el paquete dentro de un portafolios negro de medidas específicas, iría vestido con camisa y corbata, lentes oscuros y un saco beige. Algo no tan fuera de lo común, a excepción de lo que me haría saber que se trataba de él: un reloj digital, con extensibles amarillos y colocado en la muñeca derecha. Tendría que revisar a partir de su hora de llegada cada quince minutos el ridículo accesorio. En la tercera ocasión en que revisara el uso horario de éste sector del mundo, se quitaría el saco y no deberían pasar más de veinte segundos para que yo le abordara e intercambiáramos nuestros paquetes, discretamente. Un plan perfecto, exquisito.
Desde la cafetería donde yo me encontraba alcanzaba a ver al tipo perfectamente.
Quince minutos pasaron. El tipo, al pie de la letra, miró su reloj por primera vez.
Todo iba conforme al plan. Todo, excepto una cosa: yo no traía mi correspondiente paquete. El malnacido que lo iba a conseguir había sido encontrado muerto unas horas antes. El paquete, por supuesto, no se encontró. Se sospecha que su constitución física era de un material biodegradable, y a los pocos minutos de hacer contacto con la tierra simplemente se desintegró. Volvió al lugar al que pertenecía,a la nada. Yo por supuesto, lo dudo.
Así que sólo me quedaba media hora para pensar en algo. Tenía que ser brillante, digno de mis habilidades y mi capacidad inventiva. Debía salir de ahí no solo con el paquete, si no sin siquiera un rasguño.
Quince minutos pasaron y vino el segundo vistazo, rápido pero mortal, hacia aquel canariesco artefacto.
El portafolios negro, bien custodiado por las manos firmes de aquel individuo.
Si quería salir victorioso, debía pensar en algo lo mas pronto posible.
De pronto vino a mi mente un nuevo plan, funesto pero increíblemente efectivo. Todo debía llevarse a cabo en menos de diez segundos. Bien, estaba decidido y por supuesto, preparado. Hasta la última duda que pudiera existir en mí en ese momento, había desaparecido.
Calculé, exactamente un minuto antes del tercer y último vistazo. Me levanté rápidamente, llevando la taza con la mitad del café ya tibio conmigo. Crucé la calle corriendo, justo cuando el semáforo se encontraba en rojo. Entré a aquel establecimiento, rodeando las mesas para quedar justo detrás de aquel individuo.
Bien, ahora solo necesitaba una servilleta, que con mi ojo agudo encontré en la mesa de junto, justo cuando el tercer y último advenimiento al reloj aconteció.
Ahora eran sus veinte segundos contra los diez míos. Volteó, por supuesto yo lo esperaba.
Sabía que en ese último momento alguien debía dudar, y no podía ser yo. No esta vez.
Ya antes había perdido demasiado por dudar. Juré no hacerlo de nuevo.
Sabía que en cualquier momento se incorporaría. Yo debía demostrar que una taza es mas veloz que una bala, y mas endiablada aún. Además, tenía la servilleta y una sola oportunidad para usarla. Suficiente, eso debía ser suficiente.
Su mano entró en el bolsillo oculto de aquel saco arrugado. Su mirada fija en mi, tratando de grabar en su mente mi verdadero rostro. Aquél, que ni yo mismo recuerdo.
Dudar, alguien tenía que dudar, y Dios sabe que no podía, no debía ser yo.
La taza estaba en justa posición. Solo necesitaba un segundo de su distracción y el café haría el resto. Además aun tenia la jugada de la servilleta.
Entonces pasó. Un parpadeo, mortal para aquél que lo hiciera. No podía ser yo. No debía.
No fui yo.
Un segundo antes de que la bala atravesara la cesta de pan que se encontraba justo detrás de mi, la taza de café ya había hecho su trabajo.
Cinco, diez, mil pedazos de porcelana volaron por los aires, algunas manchadas de la sangre de aquél pobre diablo. Tan certero fue aquél golpe que su cuerpo inconsciente cayó sobre la mesa de al lado, comprobando la fragilidad de algunos muebles de restaurante. Inerte, yacía en el piso multicolor, Algo le salía de la oreja, algo que agregaba un toque rojo que destruía la perfecta simetría del mosaico.
Una señora gritó histéricamente, provocando el caos en aquel lugar. Aprovechando dicha conmoción, cogí como pude aquel portafolios negro. Salí corriendo de ahí.
Una, diez, mil cuadras y varios minutos pasaron. Faltaba todavía una hora para la entrega, suficiente para reponer energías y comer algo.
Entré entonces a un restaurante bien ubicado y con los precios un poco altos. Pensé que yo merecía aquel pequeño lujo, sobre todo luego de haber pasado todo lo que pasé. Sé que en la modesta cafetería de enfrente todo debe ser mas barato, pero por hoy, éste lugar está bien.
Además, no había visto un piso tan peculiar, con mosaicos multicolores y tan limpio, a excepción de una mancha roja encontrada bajo la mesa de al lado. Nada que en ese momento no pudiera tolerar.
Pedí el menú del día. Revisé mis bolsillos buscando mi cartera y encontré la servilleta, aquella que no fue necesario utilizar. La dejé en la mesa de al lado. Después de todo, a alguien le puede ser de utilidad.
Falta poco tiempo para la transacción.¡Carajo! Como odio este reloj. Definitivamente el amarillo no va conmigo.
Y pensar que lo debo revisar tres veces antes de la entrega.
Ni modo, tenemos un convenio. No quiero perder la vida por una estupidez.
JJ Barragán
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